Cuando
era pequeño, desde la ventana de mi habitación en una casita de la Virgen del
Camino, veía unas montañas escarpadas. Allá en el norte parecían lejanas,
inalcanzables, otro mundo dentro de este mundo. Oscuras, grises, con matices
verdes y pardos en las zonas más bajas. Y en invierno eran todavía más bellas,
cubiertas con un manto de nieve inmaculada. Aquella blancura tan pura y carente
de imperfecciones, al menos vistas desde la lejanía. El invierno era un regalo
para mis ojos.
No
sabía cómo se llamaban esas montañas, no sabía a cuánta distancia estaban, me
parecían tan lejanas… pero había algo que sí sabía, que no podía dejar de
mirarlas.
Pasaban
los años y no dejaba de sentir su presencia, su llamada.
Hay
quien cree en el destino, que todo está escrito en algún libro gordo del
universo, que hay amores previstos de antemano y a los que no les queda más
remedio que encontrarse. A mí me cuesta creerlo, y sin embargo, esas montañas
que veía desde la ventana de mi habitación cuando era un niño, me encontraron,
me conquistaron, y no me han dejado nunca.
Con
el tiempo las conocí, me las presentaron siendo aún muy joven. Como cualquier
joven alocado jugaba, corría y disfrutaba en esas montañas sin prestar mucha
atención a esas cosas a las que se la prestan los adultos. ¿Cómo se llama esta
montaña? ¿Cuál es este río? ¿Y este valle? ¿En qué dirección está y a cuánto
queda de León? ¿Qué habrá dentro de esa cueva?
Con
la inocencia que solo un niño puede tener, disfrutaba de estos lugares y su
entorno sin preocuparme por esas preguntas, y en realidad, sin preocuparme por
nada.
Luego
crecí, y conmigo mi interés por los lugares que visitaba. Me costaba acordarme
de los nombres, pero cada vez retenía más en mi cabeza porque ya estaban en mi
corazón. Hasta que un día me presentaron formalmente a aquellas montañas y
valles que desde pequeño había visto por la ventana de mi habitación, aquellas
que me llamaban con más insistencia y que ocupaban un lugar mayor en mí. Entonces
las conocí mejor, intimé con ellas, recorrí sus sendas, me mostraron los
secretos que albergan en sus entrañas con cada cueva, secretos que han
permanecido intactos durante miles de años, y que solo unos pocos humanos hemos
tenido el privilegio de contemplar. Entonces comenzó el baile.
Esa
montaña que parece un colmillo, la más alta empezando por la izquierda y cuya
forma es «la forma» que todo niño le da a una montaña cuando dibuja una, se
llama Pico Polvoreda, según los mapas, aunque también se conoce como
Correcillas, que es el nombre de uno de los pueblos que la guarda en sus
faldas. Ya nunca olvidaré su nombre, y la primera vez que pisé su cumbre se
puede decir que el Correcillas o Polvoreda conquistó a otra persona, sellando
así nuestro amor eterno. Me resulta gracioso escuchar a las personas que dicen
haber conquistado no sé cuántas montañas, pues a lo largo de mi vida he subido
muchas, pero no he conquistado ninguna, ellas me han conquistado a mí.
A
la derecha de esta emblemática montaña de León, desde mi ventana podía
distinguir el perfil diagonal ascendente del Peñagalicia, otra de las pequeñas
grandes montañas de la provincia. Situada junto al pueblo de Aviados, fue la
primera montaña que me conquistó, la primera que me dejó ejercer de guía y
enseñar su entorno y sus encantos, la primera en verme volver a caminar después
de un trágico accidente, y si algún día quieren los dioses que haya una última,
solo pido que sea ella.
Siguiendo
el recorrido del perfil de estas montañas, hacia la derecha, hacia el este
desde mi ventana, vuelve a despuntar por su altura una gran mole rocosa, la última
de este bloque de roca caliza que separa dos de los mejores valles. Esta es
Peña Valdorria, orgullosa, fiera, difícil, pero que recompensa al viajero que
la entiende con un espectáculo imposible de superar. Y a sus pies, en el pueblo
de Valdorria, hay una pequeña ermita dedicada a San Froilán que alguien supo
ubicar en el mejor lugar posible. Si vas un día cualquiera, uno de esos días
que no te encuentras muy bien, con el agobio y las preocupaciones que la vida
nos envía a veces, seguro que encuentras alivio y consuelo tras recorrer sus
365 escalones, sentarte en la mullida hierba y contemplar el paisaje, sin hacer
nada más, solo estar allí. No hace falta creer en el poder de las montañas y de
la naturaleza, está allí, lo puedes ver y sentir.
Y
así fue como poco a poco aprendí a leer las montañas, a disfrutarlas y sacar
todo el partido posible, y llevado por la belleza de la montaña leonesa y la
locura de juventud, hice de mi pasión mi profesión y me convertí en guía para
mostrar a otros los encantos de mi tierra. Durante quince años he llevado a
cabo este cometido, la noble misión de abrir los ojos de los que no saben ver
lo que esconde la montaña. Es gratificante mirar sus caras en el momento exacto
en el que entienden lo que yo veo cada día.
Muchas
más montañas son las que veía desde la casa de mis padres, allá en la Virgen
del Camino, pero no puedo hablar de todas como se merecen en tan poco espacio.
Solo me queda resaltar el porqué de la caprichosa forma de este bloque
montañoso que se ve desde aquella ventana, y no es otra que la todopoderosa
fuerza de dos ríos: el Torío por la izquierda y el Curueño por la derecha, que
horadaron y dieron forma a este paisaje, a estos dos valles y sus montañas que
me presentaron cuando era un niño, que conocí y con las que intimé en mi
juventud, y cuyos nombres, los nombres verdaderos, no los que los hombres les
dieron en su afán de conquistarlo todo, los nombres que me susurraron al oído
cuando de verdad nos conocimos, esos nunca podrán borrarse de mi cabeza ni de
mi corazón.
Iñaki A. Lamadrid